La necesidad de cambiar los teléfonos celulares es cada vez más frecuente. Incluso si se trata de modelos relativamente nuevos en el mercado —gadgets de no más de un año— distintas variables empujan a los consumidores a anhelar su recambio: ya sea porque el ciclo de actualizaciones en el software deja fuera de juego a varias aplicaciones clave o porque la poderosa maquinaria del marketing, con sus anuncios y noticias recurrentes, muestra con glamour sus flagships más sobresalientes.
Por las razones que sean, el mercado de recambio de celulares goza de buena salud en el país. Sin embargo, algunos actores están intentando meter su nariz en este engranaje lubricado, intentando cambiar algunas de las bases del negocio, crear conciencia en la población e incluso generar ganancias.
La respuesta más directa a la pregunta de por qué rara vez los consumidores se quedan con un smartphone por más de dos años es, simplemente, que se trata de un dispositivo que ha sido diseñado para eso; para que sea descartable luego de una veintena de meses. A esto se lo suele denominar “obsolescencia programada”, la determinación de la vida útil de un bien por parte de su fabricante, con independencia del deseo de su usuario o dueño.
No es un fenómeno nuevo, sino que los libros de historia cuentan cómo al prototipo original de bombilla incandescente de Thomas Alva Edison, que duraba 1.500 horas encendida, se le hicieron modificaciones al momento de comercializarla para que pueda ser reemplazada con mayor frecuencia. Lo mismo sucedió a finales de la década del 30 con el nylon, que era mucho más durable que el actual, pero que impedía que la empresa DuPont pudiera tener el volumen de ventas necesario para volverlo un producto redituable.
Este proceso se aceleró en las últimas dos décadas con todos los productos electrónicos pero tiene particular gravedad en los teléfonos inteligentes. Hasta hace cinco años, era más natural poder reemplazar, por ejemplo, la batería del celular para darle mayor vida o tener un respaldo.
Hoy, en cambio, no hay modelos de gama media o alta que permitan esto. Y solo hay actualizaciones de sistemas operativos para los últimos lanzamientos, dejando afuera y con vulnerabilidades a aparatos de hace tres o cuatro años.
“La reparación se volvió cada vez más difícil por una combinación compleja de motivos. Por un lado, la mano de obra barata de producción hizo que reparar ya no sea redituable. Es una actividad económica que no funciona, porque reparar es casi tan caro como comprar algo nuevo. Esto genera un ritmo de compra y descarte muy dañino que es, además, insostenible en términos ambientales. En el caso de celulares, implica componentes creados con recursos no renovables cuya extracción tiene un impacto ecológico muy fuerte”, le explica a Infotechnology Marina Pla, una de las fundadoras del Club de Reparadores, una iniciativa que intenta reinvidicar esta actividad dejada de lado por varias industrias.
El Club nació cuando Pla conoció a Melina Scioli a partir de distintos emprendimientos vinculados al tratamiento de residuos en la ciudad de Buenos Aires. Juntas descubrieron que había una manera previa de lidiar con el problema de los desechos: “Empezamos a investigar sobre los obstáculos que aparecen con los aparatos electrónicos en desuso, hasta que nos dimos cuenta de que la reparación era una estrategia previa, una manera de evitar el residuo”.
Así nació este “evento itinerante de reparación colectiva”, que cruza a personas que tienen objetos que quieren arreglar con personas con distintos niveles de conocimiento sobre reparación y herramientas. El Club de Reparadores excede largamente a los celulares y los productos electrónicos —incluye a encuadernación, bicicletas, instrumentos musicales, calzado y marroquinería—. Pero para Pla, el celular inteligente es un objeto especial.
“Este tipo de dispositivos genera también discusiones sobre nuestros derechos como dueños de un objeto. Hasta hace unos años uno contaba con más manuales y disponibilidad de repuestos. Hoy, los aparatos parecen cajas negras, con usuarios que son dejados afuera de entender cómo funcionan sus bienes porque no existe manera de abrirlos. Sucede con un teléfono pero también con una tostadora, que no tiene tornillos externos visibles… ¡no podemos abrir un electrodoméstico!”, señala Pla.
Esta misma clase de reflexiones motivó a sitios como iFixit, una guía gratuita de reparación de distintos productos, que se hizo popular por presentar un análisis detallado de cada celular que sale al mercado y que tiene numerosos foros en donde sus usuarios comparten tutoriales caseros y experiencias propias.
Hace no mucho, por ejemplo, desarmaron el misterioso iPhone X para confirmar que es casi imposible de abrir para cambiar componentes que pueden romperse con facilidad. El vidrio trasero del teléfono, que es vulnerable a caídas, no solo está pegado con un adhesivo resistente al calor de las herramientas tradicionales de desmontaje sino que tiene soldada la cámara, volviendo su arreglo un desafío que aún no pudo ser sorteado por la comunidad.