San Martín y el Cruce de los Andes: 200 años de su increíble proeza militar

La coherencia entre lo diseñado y su ejecución y la selección del personal encargado de la gestión directa de las dependencias del ejército fueron los dos aspectos claves con que se reconoce la genial organización.

El Cruce de los Andes de 1817 fue la mayor operación político-militar efectuada en el marco del proceso revolucionario e independentista. Ella supuso la superación del dilema estratégico que había ubicado en el Alto Perú el camino más propicio para avanzar sobre Lima y en este cambio la figura de José de San Martín fue determinante.

En ese tiempo en el que la sociedad cuyana se transformó en un enorme cuartel en el que todos sus ciudadanos y sus recursos fueron puestos al servicio de la causa libertadora.

El genio organizador se identifica en dos aspectos claves. Primero, en la coherencia entre lo diseñado y su ejecución. Esto se logra tanto con la aplicación de cierto sentido común para resolver los problemas que se van presentando, como así también en la convicción para avanzar hacia la materialización de las soluciones, más allá de los inconvenientes que se presenten para ello.

Segundo, en la selección del personal encargado de la gestión directa de las distintas y numerosas dependencias del ejército. Allí es donde aparecen figuras como la de Fray Luis Beltrán, José Álvarez Condarco, Pedro Regalado de la Plaza, Bernardo O’Higgins, Tomás Guido y un menos conocido Bernardo de Vera y Pintado.

El punto de partida para la conformación del Ejército de los Andes no fue militar, sino socio-político. San Martín impuso una férrea disciplina social que, desde una óptica descontextualizada, podría ser tildada de autoritaria, pero que respondía a un escenario de guerra inminente contra un enemigo que podía invadir la provincia en cualquier momento.

San Martín se lo expresó a su amigo Guido con una frase risueña, pero certera: “Qué plan tan sargentón”. Bajo un estricto control social ejercido por los decuriones (algo así como policías barriales), el gobernador impuso una metodología ambivalente entre el consenso y la imposición.

Esto es, procuró siempre lograr el apoyo necesario para sus medidas por parte de la élite cuyana (hacendados, iglesia, comerciantes, etc.), pero no trepidó en imponer sus condiciones cuando ello era imposible.

De esta forma, fue surgiendo desde la nada misma la fuerza militar que resolvería la ecuación estratégica de la guerra de la independencia. Los hombres se obtuvieron de una extendida recluta que tocó los intereses de los dueños de los esclavos (30 por ciento de ellos fueron incorporados al ejército, además de varios centenares enviados desde Buenos Aires), pero que también abarcó a otros sectores sociales, todos ellos pertenecientes a los sectores populares, como campesinos y trabajadores urbanos.

A ellos le agregó el marcial Regimiento de Granaderos a Caballo, la extraordinaria máquina de guerra creada por él mismo y que sería el nervio guerrero del ejército.

Claro que un ejército no se compone sólo de hombres. A esos hombres hay que alimentarlos, vestirlos, munirlos, instruirlos y, por sobre todas las cosas, pagarles el sueldo. Como bien enfatiza Beatriz Bragoni, el salario fue un “vehículo transmisor de la eventual profesionalización y disciplina del Ejército de los Andes”.

Por lo tanto, no puede sorprender la preocupación casi obsesiva para que las tropas recibieran su estipendio en forma regular, pese al altísimo costo monetario que ello implicaba. Si en enero de 1815 el ejército demandaba unos 9.134 pesos en salarios, para diciembre del ’16 los gastos mensuales habían ascendido a 38.544.

Para sostener ese nivel de gastos fue necesario recurrir a las exacciones forzosas, la creación de nuevos impuestos y a la expropiación lisa y llana de las riquezas en manos enemigas. Y allí un aspecto interesante. Los enemigos no solo eran los realistas confesos, también lo eran los tibios, los indecisos, los pusilánimes. Todos ellos cayeron bajo el peso del “plan sargentón”.

La otra dimensión fue la creación de una protoindustria militar que incluyó una serie de talleres en donde se fabricó pólvora, se repararon armamentos, se abatanaron y cosieron uniformes y se diseñaron y fabricaron las herramientas para el transporte de los cañones por la alta montaña.

Todo ello, además, generó una serie de eslabonamientos productivos que pusieron en movimiento a la economía cuyana. Desde la minería hasta la agricultura, pasando por los carreteros y los empleados públicos, todos los sectores debieron adaptar sus tareas a los requerimientos crecientes del ejército en formación.

La última instancia de la preparación consistió en la planificación táctica del Cruce de los Andes. Aquí, una vez más, San Martín y su grupo de asesores pusieron en evidencia una enorme capacidad para el diseño a gran escala.

El Cruce de los Andes implicó la movilización de 6 columnas simultáneas sobre un frente extendido de más de 800 kilómetros. Cuatro de esas columnas debían cumplir un rol de enmascaramiento del movimiento principal, que fue liderado por O’Higgins y Juan Las Heras. Con precisión casi matemática, el ejército atravesó la cordillera para reunirse el 10 de febrero en Curimón.

Al día siguiente, San Martín tenía a su infantería preparada y su caballería montada gracias a los aportes que con celeridad le habían preparado sus espías en Chile. Tan sólo le faltaban los cañones, pero ellos podían demorar más de la cuenta, por lo que adoptó una medida arriesgada: dar batalla sin la artillería de campaña. El Ejército de los Andes desplegó en Chacabuco ante los sorprendidos realistas, que nunca atinaron a interpretar que lo que estaba ocurriendo era una invasión a gran escala desde Mendoza.

El resultado ya es conocido: los patriotas doblegaron al enemigo gracias a la resistencia de la infantería y a una fulminante carga del batallón N° 1 de Cazadores por el flanco.

El poder realista en Chile concluyó su derrumbe un año después, en los campos de Maipú, pero está claro que la operación de Cruce de los Andes fue un golpe decisivo para el desarrollo de la guerra de la independencia en todo el continente. A partir de aquel verano de 1817, los revolucionarios del sur pasaron a la ofensiva, situación que ya no abandonarían hasta la batalla final de Ayacucho, en 1824.

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